13/7/05

La descripción de una curva

La última vez que hablé –y por tanto vi- a Nicolás fue a la salida de la Colegiata de San Miguel Arcángel de mi pueblo hace casi seis años. Se estaba celebrando la novena (o como se diga) por la muerte de mi padre y ya casi estaba a punto de finalizar el calvario de tener todos los días que ir al Rosario y a la Misa de siete en memoria del ausente. Sólo lo hice por él que era muy creyente.

Estaba fuera. Apostado en una de las columnas del pórtico gótico que abre las puertas del templo, con un cigarrillo negro en la mano y sin barba en la faz, con lo cual me costó reconocerle. Yo estaba hablando con mis tías sobre el día a día y la insoportable levedad que sufría mi madre en aquellos duros momentos (si leéis a Kundera, sabréis de lo que hablo) cuando oí mi nombre saliendo de la boca de aquel hombre hasta entonces no conocido: “Cal, ¿qué tal te encuentras?”. Cuando me volví y caí en la cuenta de quién era aquél señor pequeño, delgado y con ese aspecto anclado en los años 70 no pude más que sonreírme y decir “Nicolás, pero, ¿qué haces aquí?”. Ya ves, un profesor como él y yo tratándole de tú como si tal cosa. Su respuesta fue “acompañarte”. Luego estuvimos un largo rato hablando de nuestras cosas, de qué hacía yo, de si había acabado la carrera y qué estaba estudiando, de dónde estaba él y de porqué se había rasurado su característica barba.

Con esta breve descripción digo casi todo de aquel hombre que fue, es y será mi profesor más querido. A él he de agradecerle que hoy sea quien soy y que hoy tenga un amor indescriptible por el Jazz y por Jerusalén. Y por las matemáticas. Porque Nicolás era profesor de mates, asignatura casi siempre odiada por todos y cada uno de los alumnos del mundo. Por mi también, hasta que él entró en mi vida.

Nicolás tenía fama de profesor hueso de Bachiller. Aprobaba muy poca gente su asignatura de Matemáticas y era implacable en clase. No se oía ni el zumbido de una mosca cuando él estaba explicando los puntos de inflexión de las curvas y las derivadas que había que hacerse para hallarlos (si mal no recuerdo). Todos los días nos mandaba el estudio de una curva y esa era una tarea que llevaba varias horas en la tarde… Y lo peor es que al día siguiente te podía tocar por arte de birlibirloque salir al encerado a describir la curva en cuestión y como no la tuvieras…

Un día me tocó a mi. Era una curva normalita, no muy compleja, pero, como casi todas las curvas tenía un “peralte” complicado.

- A ver. Señorita Calamidad, salga usted y muestre a sus compañeros cómo es esta curva.
En clase siempre nos trataba de usted. Yo salí con más nervios que María Barranco en una conocida peli de Almodóvar y con absolutamente nada de seguridad en mi misma. Las mates, aunque me esforzaba por entender, no se me daban bien. Me puse en el encerado, tomé una tiza blanca y me puse a resolver ecuaciones. El tiempo discurría leeeeeeeeeeeeeeento. El silencio era sepulcral. Y mi pulso se apaciguaba muy poco a poco.

Cuando yo ya estaba totalmente metida en mi papel de alumna ejemplar, oigo unas risillas nerviosas que vienen de la platea. Miro hacia atrás, miro al lado y me encuentro a don Nicolás subido en una silla de madera a mi lado en la pizarra. Me debí de quedar petrificada o con cara de idiota cuando me salta con la más absoluta seriedad: “Un profesor no puede ser más bajo que ninguno de sus alumnos”. Y me guiñó un ojo. Yo en ese momento ya no tenía ni concentración, ni mano para escribir, ni apuntes en el cuaderno porque se acababa de caer al suelo.

Empecé a conocer a Nicolás como persona cuando fue el Jefe de Estudios. La abajo firmante estaba más tiempo fuera que dentro de clase. A veces queriendo y otras veces por imposición de algún profesor desalmando que nos soportaba mi batería de preguntas sobre Filosofía (si por algo estudié periodismo, digo yo). Normalmente me sentaba en las escaleras que bajaban a las clases donde de impartía EGB y me encendía un pitillo. Solía llevar algún libro en el cabás así que me ponía a leer. Pero me aburría como una ostra. Más aún. Nicolás estaba casi siempre en la habitación pequeñita del fondo del pasillo cumpliendo con sus obligaciones de profesor –corrigiendo exámenes básicamente- y de jefe de estudios –escribiendo cartas a los padres de los alumnos rebeldes. 

Un día, después de verme puluar por los pasillos varias veces, me invitó a entrar. No sé si sonaba Miles Davis o alguien similar en un tocadiscos… Despejó un viejo sofá de piel color granate y me sentó allí sin decirme nada. Estuvimos un rato en silencio hasta que fue roto por una de sus preguntas “Señorita Calamidad, ¿por qué está usted siempre fuera de clase?”. La verdad es que no lo sabía ni yo misma. Y así comenzó nuestra primera conversación alumna – jefe de estudios que poco a poco se fue transformando en una plática amiga – amigo. Cuando comenzó la siguiente clase llevaba en la mochila varios vinilos de Jazz para escuchar tranquilamente en casa. Desde entonces empezó nuestro intercambio de discos que no terminó hasta que no finalizaron mis estudios de COU y me fui a la Universidad.

Como Jefe de Estudios Nicolás fue el encargado de cuidarnos durante nuestros exámenes de Selectividad. Al vivir en un pueblo teníamos que ir hasta Palencia –a 99 kilómetros- para realizar las pruebas de acceso a la universidad. Entre examen y examen Nicolás nos distraía con sus viajes y su basta cultura. No sé cómo le dije un día que me gustaría conocer Jerusalén (estaba yo atravesando una época muy pía en mi vida, hasta me confirmé y todo) y nunca olvidaré lo que me contestó, aunque no me gustara en aquel momento: “Cal, Jerusalén no te gustará nada. Ha crecido mucho y sin control y las zonas bonitas están restringidas a las mujeres”. Con esto me quiso decir que de la visita Muro de las Lamentaciones, que seguramente fuese lo único de lo que yo había oído hablar por aquellos entonces, nada de nada.

Pero nos contó las maravillas de Ispahán, de Petra y los nabateos, de Abu Simbel y la búsqueda de las fuentes del Nilo, de Belén, de Beirut, de Damasco, de Troya y Esmirna, de Samarcanda allá en Uzbekistán… De Marco Polo y la China, de Alejandro Magno y su Babilonia, de Salah al-Din y la Tercera Cruzada, de Jesús de Nazareth, San Pablo y San Pedro, de Gandhi, de Winston Churchill, de la Madre Teresa de Calcuta, de Einstein y Marie Curie… Fascinación es poco para describir esos mágicos instantes.

Hace algo más de un año me enteré de su repentina muerte tras sufrir un rebrote de malaria. Los médicos le dijeron que debería distanciar más su vuelta a las misiones, pero nada, era más terco que una mula. Había dejado el cómodo Primer Mundo para irse a la India a enseñar a los niños a leer y a calcular… Me dejó tristísima. Fue un duro golpe para mi. Ese día (y cualquier día que paso por mi antiguo colegio) recordé más que nunca la figura del fraile Nicolás: un hombre de los pies a la cabeza, un ser humano adorable, una persona única que se murió por su dedicación a los demás y que nunca aparecerá en ningún santoral ni en ninguna lista de premios con sobrada reputación, pero que siempre ocupará un primer puesto en mi corazón de alumna.

Besillos para todos y en especial para ti, Nicolás, donde quiera que estés.
Calamity.