16/2/24

Se iban a morir igual

Llevo desde ayer con la piel de gallina. Desde hace unos minutos, desde que he escuchado las noticias en la radio, con los lagrimales atestados de lágrimas, a punto de desbordarse (bueno…). Siempre me ha costado entender la maldad humana, la maldad per se. Y desde que soy madre, ni les cuento. 

La mía, mi madre, falleció en un hospital. No de coronavirus: fue hace casi diez años (el tiempo, guau). Murió de qué sé yo y qué más da. Estuve una semana junto a ella, viendo cómo se iba apagando, contándole las cosas que pasaban como si todo fuera normal, leyendo revistas del corazón y comentando los trapitos de las famosas, que tanto le gustaba a ella. Era víspera de puente y se notaba que el personal hospitalario iba disminuyendo.

Los dos últimos días entraba y salía de un estado de inconsciencia —no me atrevo a llamarle coma— que le provocaba gran sufrimiento. Nada más apareció la médica de guardia le comenté que si no existía alguna forma de aminorar su malestar. Sin ser yo sanitaria, sabía que existían esas formas de hacer más soportable el paso al otro mundo. Tenía la experiencia con mi padre.

Nos tocó la objetora de conciencia, ¡vaya por Dios!, que no sabía de qué le estaba hablando y que Cristo había sufrido mucho en la cruz. Claro…

Si piensan que me rendí, es que no me conocen. Dejé a mi madre una hora sola, semi desvanecida, cogí el coche y me fui a buscar a su gerontóloga habitual, en otro hospital de la misma ciudad para comentarle lo que estaba pasando.

Falleció ese mismo día, poco después de que el sol hubiera dibujado con sus rayos los últimos cuadros de rojos y naranjas en la pared donde estaba el armario, con su mano cogida a las mías, en calma.

No consigo imaginarme qué habría sido de mí y de ella si no hubiera ido a hacer esa visita al otro hospital. Si este dolor que aún siento, sería más grande o más de otra manera. Si a este dolor se le añadiría la culpa o la impotencia o cualquier otra emoción desagradable.

Así que me invade una empatía enorme hacia el personal asistencial, médico y con los familiares de los 7291 fallecidos de manera indigna a cuenta de los llamados Protocolos de la Vergüenza en las residencias de Madrid durante las primeras olas de la Covid-19, hace casi cuatro años. Porque cuando uno decide ingresar a su familiar en una residencia no lo hace precisamente con la alegría en el cuerpo (hablo de manera general, que todos sabemos que de todo hay) y solo quiere que le traten por lo menos con decencia y, si es posible, con amor.

Y este tema da para otras reflexiones, que dan para otras entradas, y que deberíamos de tratar con urgencia como sociedad porque, queridos y escasos lectores, de qué forma se trata a las personas institucionalizadas (mayores y no mayores), por favor, que produce cuando menos sonrojo, ganas de soltar muchos improperios por la boca y de salir con un lanzallamas a quemar cosas.

19/12/23

Las que sostienen

Las y no los porque normalmente son ellas (somos nosotras) las que sostenemos.

No sé si este o el verano pasado cayó en mi time line una columna sobre los veranos de nuestra infancia, tan divertidos e idílicos. La columna en cuestión exploraba la naturaleza de ese paraíso estival soportado por las espaldas de no pocas mujeres (abuelas, tías, madres, vecinas) que salían de casa para hacer la compra, que cocinaban lo comprado, que se ocupaban de que la casa en que nosotros sesteábamos o veíamos la tele o pasábamos el rato estuviese recogida y limpia y bien provista. Ellas no tenían verano o no tan grato como el nuestro y me figuro que les pasaría igual en Navidad.

A mí las navidades me encantan y me estresan (aquí estoy con un bol de patatas fritas después de haber comido chocolate como si se fuera a acabar el mundo). 

Este año parece que pudiera ser especial. Mi hija ya se empieza a dar cuenta de ciertas cosas y decorar con ella la casa ha sido una gozada. Me he acordado de mi padre, que le gustaba montar un belén con agua, electricidad y mil vainas más. Nuestro belén es más sencillo, más minimalista, que diríamos ahora. Igual que nuestro árbol en el que las notas de color más allá de dorados y plateados las aportan una bolitas minúsculas de cristal en mil tonalidades.

La carta a los Reyes también es otro momento especial. Yo escribo, ella dibuja cosas. Ahora, que se ha pasado del arte abstracto al intento de figurativo, salen corazones, arco iris y estrellas acompañados de algún personajillo indeterminado de patas largas.

Entonces, ¿por qué te estresas, Cal?

Porque os estoy contando la parte divertida. Ahora viene el infierno por el cual me gustaría desaparecer desde más o menos pasado mañana hasta el día cuatro de enero: sostener la casa. En mi caso dos casas con familias de dudoso nivel funcional para estos menesteres.

El año pasado, por poner un ejemplo, llegué a tres o cuatro horas de la cena de Nochebuena en casa de la familia política y, no es que no estuviera el ágape medio planteado, ¡es que ni había comida para cocinar! La excusa, siempre oportuna, es que trabajo, como que yo no trabajara también (y como que no hubiera gente jubilada en esa casa).

Tuvieron el cuajo de decir que «si yo no tengo hambre, no voy a cenar casi nada». Muy bien, usted no, pero me he metido novecientos putos kilómetros de carretera para celebrar, ¡cosas!, la cena de Nochebuena. Mi hija también. Tenemos hambre. Queremos cenar y fingir que estamos súper a gusto.

Improvisé una dorada a la marsellesa —sin alcaparras— que había traído de mi casa y una sopa de brick con fideos, huevo cocido y zanahoria. Ni pan del día tuvimos.

En mi casa, con mi familia, el desastre no varía demasiado, aunque se manifiesta de otra forma. Normalmente vienen a la crítica hora, a mesa puesta, mientras mi madre (cuando vivía y no le acompañaba el Señor Alemán) y yo nos habíamos metido la soba padre desde dos o tres días antes. Desde el momento que dije que no podía sola con toda la parafernalia de cenas y comidas, cuidado de mi madre y demás, se decidió encargar la comida a un restaurante, al menos el plato principal.

Me hace gracia porque normalmente en estas fechas me achacan el poco ritmo que tengo para la fiesta, que qué sosa estoy, que me voy a la cama pronto (pronto: dos o tres de la madrugada) y que no me apetece hacer nada, como que no llevara una semana o más encargándome de hacer de todo para todo el mundo. Encima tengo que divertirme (o divertirles).

Pásenme unos días maravillosos en la mejor de las compañías. Y no se olviden de estar atentos a las que sostienen: ellas también tienen derecho a disfrutar de estas fechas, incluso a descansar.

24/10/23

Cambios light

Ayer se inundó una parte de mi casa. No tendría que haberme sorprendido porque ya sabía que la versión doméstica de las Cataratas del Niagara esta localizada cada vez que llueve en la parte más antigua de este edificio, el que sirvió de granja, de cochera, de laboratorio B/N y de lugar de fiestas juveniles.

Llevo diciendo unos trece años que hay que hacer algo con aquello, tirarlo o lo que sea, lo que salga más barato, pero que así solo va a dar problemas. Y nadie me ha escuchado o, peor, me han escuchado para llamarme loca por querer tirar casi la mitad de mi actual casa y convertirlo en un patio, un txoko, un invernadero, una cochera en condiciones… Algo que podamos disfrutar porque ahora mismo solo es un trastero que acumula la mierda de todo quisqui. 

Entre esa mierda se encuentran cosas importantes, como todos mis trabajos (los impresos) hasta la fecha, y parte de la mudanza que todavía, por lo que sea, no he tenido tiempo de reacomodar: zapatos de verano, botas de invierno, ropa que no sabes muy bien qué hacer con ella, trastos que se usan de pascuas a ramos, cosas para vender de segunda mano…

Anoche se mojó prácticamente todo. 

Tenía que ir a buscar mi título de licenciatura y me daba miedo. Fue el padre de mi hija por mí y le advertí de que no quería saber nada de cómo estaba aquello. Estaba a gusto con la niña, encuadernando a lo japonés el lomo de un cuento infantil roto, y no quería disgustarme. Pero, como que hubiera descubierto América, me dijo «hay que hacer algo con lo de allá atrás».

Me siento tan impotente, con tanta rémora a mis espaldas para efectuar cualquier cambio, que estoy desesperada. Llevo meses despojándome de pequeñas cosas, de lo poco que puedo: trapos, papeles, links, pdfs… Hoy me he ido de grupos online y redes sociales que ni fu fa. Pensé que me iba a sentir mejor. Por ahora no.

27/9/23

Dos fiestas

De pequeña me llamaba la atención que el cumpleaños de mi padre fuera en dos fechas diferentes. Lo solíamos celebrar a lo grande el 26 de octubre, pero creíamos que nació el 16 del mismo mes —día en el que también solíamos hacer algo especial—, hasta que en una partida de nacimiento apareció una tercera fecha y ya nos pareció excesivo tres festejos en un mes. Cosas de haber nacido en tiempos convulsos y, por qué no, de ser el octavo o noveno hijo dentro una familia humilde.

De adolescente mi madre me confesó que a ella lo que realmente le gustaba era celebrar mi cumpleaños el 4 de noviembre en vez del 27 de septiembre porque fue el día que nos conocimos. Desde aquella confidencia, traté que todos los días de San Carlos Borromeo fueran un poco especiales para nosotras. Irnos a la pelu, comprarnos un capricho, tomar un chocolate con churros. Todavía los recuerdo aunque ella ya no esté.

Mi hija nació el 4 de septiembre, pero hasta el 25 del mismo mes no nos dieron el alta en el hospital. Fue el primer día que pudimos salir a dar un paseo, que no le gustó nada de nada, por cierto, o mejor dicho, no le gustó nada ir el capazo y tuvimos que llevarla en brazos, ese kilo y setecientos pequeñín de carne. 

Nosotros, aquel día (emojis cortesía de Freepik).

Fuimos al lado de casa al Cementerio Inglés que, además de ser un cementerio, es un jardín precioso, y pensé que todos los 25 de septiembre haríamos lo mismo. Lo hicimos, claro, hasta que dejamos Málaga. Tú tienes unos planes que no siempre concuerdan con lo que la vida planea para ti.

Este año no hemos podido hacer nada especial porque tenemos covid, salvo que darnos una vuelta al hospital más cercano se considere especial (lo es, aunque no el especial que nos gusta). Pero lo haremos en cuanto la vida nos deje hacerlo.

4/9/23

Cuatro años

Querida hija:

Hace unos días, en el pleistoceno de las redes (ojalá todo se haya calmado todo cuando tú seas capaz de apreciar estas letras que te escribo), se preguntaba por las preferencias de los padres a la hora de tener un hijo o hija, que lo de que lo importante es que venga bien es pura fachada. Nosotros no quisimos saber si eras niña o niño. Me enteré pasadas las ocho de la noche cuando una enfermera iba gritando por la puerta del quirófano que te conducía a reanimación, «niña, ¡es una niña!».

Pero no puedo decirte que no tuviera mis preferencias. Siempre había querido tener hijos, niños. Las niñas me parecíais muy mimimi, con tanto volante y tanta coleta. Y yo quería jugar con coches y subirme a los árboles. Puro estereotipo. 

Mientras mi barriga y mis piernas y mis brazos y mi cara crecían fui cambiando de parecer. Me apetecía que fueras niña. Le hacía mucha ilusión a tu abuelo, sobre todo, que se dirigía a ti en femenino. Y dejé a un lado los floripondios (porque no ibas a ser una muñeca como lo fui yo) y pensé en el poder de las mujeres, en la cantidad de cosas que hemos idos cambiando, poquito a poco. 

Pensé en Zenobia de Palmira, en Boudica de Britania, en Juana I de Castilla (que me cae infinito mejor que su madre), en Elisabeth I, en Hypatia, en Luisa Roldán, en Hildegard von Bingen, en Teresa de Ávila y en Cristina de Pizán. En María Blasco, en Margarita Salas, en Serena Williams y en Carolina Marín; en PJ Harvey… en muchas periodistas y escritoras a las que admiraba y admiro muchísimo. En mi ex-abuela y en mi madre que, con sus cositas, habían demostrado más arrojo en su vida que la inmensa mayoría de hombres que conozco.

Acaba de pasar un año complicado. Los terrible two han sido para nosotros los terrible three. Doce meses con demasiado cambios, toda tu vida de un lado para otro… Por muy nómadas que fuéramos como especie hace tropecientos mil años, nos tenía que pasar factura. Lo has dejado de hacer, pero hasta hace nada todavía jugabas a preparar las maletas para irnos a otro lugar, a París, normalmente, o a Milán, a trabajar con papá.

Lo mejor de todo es que te sigues riendo a todas horas. No existe mejor despertar que a tu lado, con los faros que tienes por ojos y tu sonrisa de oreja a oreja. Te estiras como un gato y me abrazas. Antes de dar los buenos días dices teta y nadie nos roba los diez o quince minutos que pasamos juntas, repanchingadas en la cama, ni siquiera las prisas por tener que ir al cole. Me enseñas tus pies —gruyère y mimolette—, que algún día me comeré sin remedio, y comprobamos que no se ha caído el ombligo por la noche. Ni el pañal, ¡ay, el pañal! A tu ritmo, pequeñaja.

No callas ni durmiendo. Tu seseo constante (ni que fueras andaluza, ¿eh?). Tu color aful, cortar las puntillas del cabello, que añadas el adjetivo loquito a todo lo que te sorprende y tu manera de conjugar verbos, tan graciosa, pónelo aquí, ¿los rindís?, no quepes en la silla, no me los has ponido bien, nehesito que vengas.

Has sido capaz de hacerte con el gobierno de toda tu clase en solo cuatro meses. Qué maravilla saber desde tan pequeña lo que no quieres y hacerlo saber. Ojalá nadie ni nada achante la confianza en ti misma que destilas, aunque hayamos tenido que devorar un cursillo de negociación con infantes a marchas forzadas. 

La música —cantada, bailada— sigue siendo algo importante para ti. Los cuentos por la noche, cada vez más por el día. Los vestidos, pero también ir en pelotillas, el maquillaje (ay) y las princesas (ay, ay). Has empezado a hacer fotos y no se te da nada mal. Dibujar a Papageno y a Papagena, la letra A, la R, la S, la M y los arco iris, coger flores del prado y mirar las estrellas, que son de colores y que se caían del cielo y nos daban un poco de miedo.

El mejor día del verano ha sido a tu lado, parando las olas del Cantábrico, que no te hacía caso, mediterránea mía. Ay, y qué verano más difícil. Siento haber enfermado tanto y no poderte cuidar como me gustaría. Sé que es difícil de entender para ti, sé que lo que me dices, aunque duele, es fruto del abandono que a veces sientes por mi parte. Ojalá no tuviera que hacer nada más que jugar contigo, créeme.

¡Feliz cuarto cumpleaños, amor chiquitín!